sábado, 4 de junio de 2011

Sombras.

-¿Y si realmente hay algo en el bosque? -insistió Dorian. -¿La sombra?

-¿Has oído hablar alguna vez del Doppelgan­ger? -preguntó Lazarus. 

El muchacho negó. Lazarus lo observó de reojo. -Es un término alemán -explicó- Se usa para describir a la sombra de una persona que, por algún motivo, se ha desprendido de su dueño. ¿Quieres oír una curiosa historia al respecto?

 "De todos los relojeros de la ciudad de Berlín, ninguno era tan celoso de su labor y tan perfeccio­nista en sus métodos como Hermann Blocklin. De hecho, su obsesión por llegar a crear los mecanis­mos más precisos lo había llevado a desarrollar una teoría respecto a la relación entre el tiempo y la ve­locidad a la que la luz se desplazaba por el universo. Blocklin vivía rodeado de relojes en una pequeña vivienda que ocupaba la trastienda de su establecimiento, en la Henrichstrasse. Era un hombre solita­rio. No tenía familia. No tenía amigos. Su único compañero era un viejo gato, Salman, que pasaba las horas en silencio a su lado, mientras Blocklin de­dicaba horas y días enteros a su ciencia, en su taller. A lo largo de los años, su interés llegó a convertirse en obsesión. No era raro que cerrase su tienda al público durante días completos. Días de veinticua­tro horas sin descanso, que dedicaba a trabajar en su proyecto soñado: el reloj perfecto, la máquina universal de medición del tiempo.
Uno de esos días, cuando hacía dos semanas que una tormenta de frío y nieve azotaba Berlín, el relojero recibió la visita de un extraño cliente, un distinguido caballero llamado Andreas Corelli. Co­relli vestía un lujoso traje de un blanco reluciente y sus cabellos, largos y satinados, eran plateados. Sus ojos se ocultaban tras dos lentes negras. Blocklin le anunció que la tienda estaba cerrada al público, pero Corelli insistió, alegando que había viajado desde muy lejos sólo para visitarlo. Le explicó que estaba al corriente de sus logros técnicos e incluso se los describió con detalle, lo cual intrigó sobrema­nera al relojero, convencido de que sus hallazgos, hasta la fecha, eran un misterio para el mundo.
La petición de Corelli no fue menos extraña.
Blocklin debía construir un reloj para él, pero un reloj especial. Sus agujas debían girar en sentido inverso. La razón de este encargo era que Corelli pa­decía una enfermedad mortal que habría de extin­guir su vida en cuestión de meses. Por ese motivo, deseaba tener un reloj que contase las horas, los mi­nutos y los segundos que le restaban de vida.
Tan extravagante petición venía acompañada por una más que generosa oferta económica. Es más, Corelli le garantizó la concesión de fondos económicos para financiar toda su investigación de por vida. A cambio, tan sólo debía dedicar unas se­manas a crear aquel ingenio.
Ni que decir tiene que Blocklin aceptó el trato.
Pasaron dos semanas de intenso trabajo en su taller. Blocklin estaba sumergido en su tarea cuando, días más tarde, Andreas Corelli volvió a llamar a su puerta. El reloj estaba ya terminado. Corelli, son­riente, lo examinó y, tras alabar la labor realizada por el relojero, le dijo que su recompensa resultaba más que merecida. Blocklin, exhausto, le confesó que había puesto toda su alma en aquel encargo. Corelli asintió. Después dio cuerda al reloj y dejó que em­pezase a girar su mecanismo. Entregó un saco de monedas de oro a Blocklin y se despidió de él.
EI relojero estaba fuera de sí de gozo y codicia, contando sus monedas de oro, cuando advirtió su imagen en el espejo. Se vio más viejo, demacrado. Había estado trabajando demasiado. Resuelto a to­marse unos días libres, se retiró a descansar.
Al día siguiente, un sol deslumbrante penetró por su ventana. Blocklin, todavía cansado, se acercó a lavarse la cara y observó de nuevo su reflejo. Pero esta vez, un estremecimiento le recorrió el cuerpo. La noche anterior, cuando se había acostado, su ros­tro era el de un hombre de cuarenta y un años, can­sado y agotado, pero todavía joven. Hoy tenía fren­te a sí la imagen de un hombre rumbo a su sesenta cumpleaños. Aterrado, salió al parque a tomar el aire. Al volver a la tienda, examinó de nuevo su ima­gen. Un anciano lo observaba desde el espejo. Presa del pánico, salió a la calle y se tropezó con un veci­no, que le preguntó si había visto al relojero Bloc­klin. Hermann, histérico, echó a correr.
Pasó aquella noche en un rincón de una taber­na pestilente en compañía de criminales e indivi­duos de dudosa reputación. Cualquier cosa antes que estar solo. Sentía su piel encogerse minuto a minuto. Sus huesos se le antojaban quebradizos. Su respiración, dificultosa.
Despuntaba la medianoche cuando un extra­ño le preguntó si podía tomar asiento junto a él. Blocklin lo miró. Era un hombre joven y bien pare­cido, de apenas unos veinte años. Su rostro le resul­taba desconocido, a excepción de las lentes negras que cubrían sus ojos. Blocklin sintió que el corazón le daba un vuelco.
Andreas Corelli se sentó frente a él y extrajo el reloj que Blocklin había forjado días atrás. El reloje­ro, desesperado, le preguntó qué extraño fenómeno era el que le estaba afectando. ¿Por qué envejecía se­gundo a segundo? Corelli le mostró el reloj. Las agujas giraban lentamente en sentido inverso. Core­lli le recordó sus palabras, eso de que había puesto su alma en aquel reloj. Por ese motivo, a cada minu­to que pasaba, su cuerpo y su alma envejecían pro­gresivamente.
Blocklin, ciego de terror, le suplicó ayuda. Le dijo que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa, a renunciar a lo que fuese, con tal de recobrar su ju­ventud y su alma. Corelli le sonrió y le preguntó si estaba seguro de eso. El relojero se reafirmó: cual­quier cosa.
Corelli dijo entonces que estaba dispuesto a devolverle el reloj y con él su alma, a cambio de algo que, de hecho, no le era de utilidad alguna a Blocklin: su sombra. El relojero, desconcertado, le preguntó si ése era todo el precio que tenía que pa­gar, una sombra. Corelli asintió y Blocklin aceptó el trato.
El extraño cliente extrajo un frasco de vidrio, quitó el tapón y lo colocó sobre la mesa. En un se­gundo, Blocklin contempló cómo su sombra se introducía en el interior del frasco, igual que un torbellino de gas. Corelli cerró el frasco y, despi­diéndose de Blocklin, partió en la noche. Tan pronto hubo desaparecido por la puerta de la taberna, el reloj que sostenía en las manos invirtió el sentido en que giraban las agujas.
Cuando Blocklin llegó a su casa, al alba, su ros­tro era el de un hombre joven de nuevo. El relojero suspiró con alivio. Pero otra sorpresa lo esperaba aún. Salman, su gato, no aparecía por ninguna par­te. Lo buscó por toda la casa y, cuando finalmente dio con él, una sensación de horror lo invadió. El animal pendía por el cuello de un cable, unido a una lámpara de su taller. Su mesa de trabajo estaba derribada y sus herramientas esparcidas por la sala. Se diría que un tornado había pasado por aquel lu­gar. Todo estaba destrozado. Pero había más: mar­cas en las paredes. Alguien había escrito torpemen­te sobre los muros una palabra incomprensible: Nilkcolb.
El relojero estudió aquel trazo obsceno y tardó más de un minuto en comprender su significado. Era su propio nombre, invertido. Nilkcolb. Blocklin. Una voz susurró a su espalda y, cuando Blocklin se volvió, se vio enfrentado a un oscuro reflejo de sí mismo, un espejismo diabólico de su propio rostro.
Entonces, el relojero comprendió. Era su som­bra quien lo observaba. Su propia sombra, desa­fiante. Trató de atrapada, pero la sombra se rió como una hiena y se esparció por los muros. Bloc­k1in, estremecido, vio cómo su sombra asía enton­ces un largo cuchillo y huía por la puerta, perdién­dose en la penumbra.
El primer crimen de la Henrichstrasse tuvo lu­gar aquella misma noche. Varios testigos declararon haber visto al relojero Blocklin acuchillar a sangre fría a aquel soldado que paseaba de madrugada por el callejón. La policía lo aprehendió y lo sometió a un largo interrogatorio. A la noche siguiente, mien­tras Blocklin permanecía bajo custodia en su celda, dos nuevas muertes tuvieron lugar. Las gentes em­pezaron a hablar de un misterioso asesino que se movía en las sombras de la noche de Berlín. Bloc­klin trató de explicar a las autoridades lo que estaba sucediendo, pero nadie quiso escuchado. Los perió­dicos especulaban con la misteriosa posibilidad de un asesino que conseguía, noche tras noche, esca­par de su celda de máxima seguridad, para perpe­trar los más espantosos crímenes que recordaba la ciudad de Berlín.
El terror de la sombra de Berlín duró veinti­cinco días exactamente. El final de aquel extraño caso llegó tan inesperada e inexplicablemente como su inicio. En la madrugada de aquel 12 de enero de 1916, la sombra de Hermann Blocklin se introdujo en la tétrica prisión de la policía secreta. Un centi­nela que montaba guardia junto a la celda juró que había visto a Blocklin forcejear con una sombra y que, en un momento de la refriega, el relojero había apuñalado a la sombra. Al amanecer, el cambio de guardia encontró a Blocklin muerto en su celda con una herida en el corazón.
Días más tarde, un desconocido llamado An­dreas Corelli se ofreció a pagar los gastos del entie­rro en la fosa común del cementerio de Berlín para Blocklin. Nadie, a excepción del enterrador y un ex­traño individuo que portaba lentes negras, asistió a la ceremonia.
El caso de los crímenes de la Henrichstrasse si­gue abierto y sin resolver en los archivos de la policía de Berlín."           .

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